domingo, 24 de marzo de 2013

El llevador de almas / Juan José Manauta


Jacobino Almarza, cuarenta años, argentino, soltero, llevador de almas, primo carnal del Guacho Farello y primo también (aunque no tanto) de Miguelito Asencio, debía cabalgar dos días seguidos hacia el levante con tendencia al Sur. Con eso está dicho que no iría a reverenciar alambrados en su camino. Tenía que atravesar el Gualeguay a nado, porque puentes ni balsas se le habrían ocurrido a nadie (ni eran necesarios) a menos de cinco leguas del punto; cinco leguas como si el río fuese una línea recta; distancia que tendría que multiplicar al menos por tres si se le diera por seguir la costa, cediendo a los recovecos de ese curso tan endiablado y caprichoso como el de cualquier río de llanura. Después debía continuar; atravesar sin miramiento para sí mismo toda una llanura boscosa y salir al Gualeyán; bajar decididamente hacia el sur, sin tocar Las Mercedes.
            Como hacía horas que llovía fuerte, haría segunda noche en el almacén de su primo (primo hasta por allí no más), Miguelito Asencio, que podría alojarlo bajo techo, en la trastienda, y ofrecerle de cama la mesa de billar.
            “Mi oficio no será para incrédulos –se dijo Jacobino, no bien tomó la decisión- como no lo es tampoco el hecho de que Miguelito –su primo lento, como decía un paraguayo medio guitarrón- sea capaz de clavar la taba nueve veces seguidas. Yo lo he sufrido. Es claro que Miguelito ensaya muchas horas al día. El de la taba se convierte en un ejercicio, a más de solitario, excluyente, como si se lo ejecutara con ayuda del más allá, de una fuera ajena a uno, o de una certeza que no proviene ni del entendimiento ni de la baquía. El hueso le obedece, y el juego ya no es de azar. Habiendo plata de por medio, los que lo conocen no le permiten a Miguelito ni siquiera tocarlo.”
            -No sé, de fijo, adónde voy –le dijo Jacobino-; busco al Guacho Farello.
            Miguelito Asencio creyó que su medio pariente se había vuelto loco, y por eso enmudeció.
            Con la llovizna sureña, otoñal, en que se habían convertido los chaparrones, ya quedaba poco que hacer allí, como no fuera comer un guiso de capón y fideos (un guiso carrero) que Miguelito se había obstinado en preparar en honor al huésped. De no haber sido por él, Miguelito esa noche, solo, para descansar del ejercicio de la taba y el naipe, hubiese abierto a cuchillo una lata de sardinas españolas (las únicas que se veían entonces) y se las habría comido con galleta, cebolla y vino blanco.
            -El Guacho ha muerto, Jacobino –le contestó Miguelito.
            -Eso lo sabe todo el mundo. También la viuda, y yo.
            Mientras Miguelito cundía su guiso, Jacobino probó con la taba durante una hora. Antes de comer, Jacobino sólo pudo echar suerte dos veces seguidas y tres más, discontinuas. Miguelito, de tanto en tanto, lo miraba con pena.
            “Al monte Miguelito puede sacar la carta que haga falta en el momento que guste… Sólo hay que impedir que abaraje o que corte.”
            -Busco su tumba, si es que la tiene –pronunció Jacobino.
            De nuevo Miguelito demoró cinco minutos la respuesta. Por fin se decidió, no sin una media luz de duda con su añico de espanto.
            “¿Para qué despertar almas dormidas?” –dijo sin voz, y en seguida:
            -El Guacho Farello fue sepultado a una media legua de Las Mercedes, en dirección a Larroque, al costado de un camino vecinal que no sé si todavía conduce a alguna parte. Sé que por él trajinaron los mismos asesinos que le dieron el viático a sablazo limpio –hombres de Quintín Paredes- y allí lo dejaron para el carancho. Un alma bondadosa –tal vez una mujer, por el modo de inhumarlo- lo puso bajo tierra y armó una cruz con dos postes de algarrobo. ¿Y para qué lo quieres al Guacho ahora que está en el otro mundo?
            Miguelito era español, pero de eso ni él mismo quería acordarse, salvo cuando lo alentaba una buena curiosidad. Usaba aceptablemente facón en vez de sevillana y conservaba las manos finas, los dedos ágiles y parte del acento farruco de cuando era joven. Huyendo del servicio militar en Marruecos, que garantido le hubiese tocado (porque ellos eran muy pobres allá) –decía- y de la guardia civil, emigró a la Argentina y se refugió “como un primo” en el hogar de los Almarza, también asturianos contumaces y en deudas con la ley. “La guardia civil nos cogió en América, ¡por Santa Illana!”
            -¿Y el camino ése, por dónde decías que estaba?
            -Te lo he dicho: a una media legua de Las Mercedes.
            -No es fácil calcular de ese modo, a menos que vaya hasta Las Mercedes y pegue la vuelta.
            -No es para tanto, Jacobino. Corría parejo un buen trecho con el arroyo Las Flores. Todavía debe vérsele el rastro. Pero no me has contestado. ¿Piensas echarle un salmo al Guacho? Mal no le vendría.


Dos días después Jacobino halló la cruz de algarrobo, que ya no era cruz. El vertical se conservaba enhiesto, con la “F” tallada. Ni señas del horizontal.
            Después de un silencio, le dijo al poste de algarrobo:
            -Guacho, he venido a buscarte…
            Colgó la bolsa de ensacar maíz en el propio vertical de la media cruz, dejándola todo lo abierta que pudo. Desensilló y ató a soga y bozal su caballo moro. Hizo fuego y puso a calentar la pava (llevaba agua fresca en una vieja caramayola de soldado oriental). Preparó el mate. Todo eso porque ya no llovía. Se sentó sobre los bastos y siguió mirando fijo la tumba de Farello. Podía mirar y cebar al mismo tiempo. Podía hacer cualquier cosa (menos pelear, tal vez) sin apartar la vista del ajado sepulcro. De hecho no había dejado de mirarlo desde cincuenta metros antes de llegar, cuando lo descubrió, semioculto y avasallado por cardos azules y jóvenes espinillos. No había otro modo de invocar hombres como Farello.
            -…No me vayas a porfiar, Guacho.
            No quería hablar demasiado. No era con palabras que podría entrar por siete pies de tierra y hacerse entender. La mirada en sus trece, algo encendida, la calma y el silencio del anochecer le parecieron a Jacobino lo más adecuado. Algo tendría que decirle. El mate no podría ser una nada que lo distrajera, pero debía velar toda la noche que se avecinaba y no dejarse tentar por sueño o fatiga.
            -Lo pide tu viuda y he venido a llevarte.
            Mover un difunto es nada al lado de cambiar algo intangible de una tumba como ésa, perdida entre los montes del Gualeyán, tumba que de no haber llegado a tiempo iría a borrarse para la eternidad. Hasta un muerto se daría cuenta que sólo así la memoria del Guacho quedaría más allá de los sumarios policiales que tanto lo había apartado de sí mismo.
            -Debés una muerte allá, Farello, pero en tu estado ya nadie se atreverá a pedir cuenta alguna. Todos saben que tu intención no fue matar, sino machacarle las liendres de un rebencazo a don Quintín Paredes. También saben que era muy tuyo eso de pretender el respeto de los grandes y que no le hacías asco a envalentonarte en su presencia. Con don Quintín se te fue la mano… Murió, tal vez no por el golpe, sino de miedo, porque también se cagó antes de expirar, y a vos no te quedó otra que la juida, y va que después de casi diez años descubren tu paradero. Don Quintín se cobró la deuda desde el mismísimo infierno. Y nada más. En el distrito pretenden hacerte un velorio como Dios manda, Farello, con música, asado, lloraderas y vino.
            La noche fue tan larga como debe serlo en circunstancias como ésa.
            Dentro de la bolsa de ensacar maíz, Jacobino puso de cebo –regalo de la viuda- un ramito de nomeolvides. Por su cuenta, el llevador de almas agregó unas pocas flores de cardo azul.
            Nadie ha podido saber, ni se sabrá jamás, en qué momento de la noche un alma cede y se allana el tránsito. Eso no lo han podido averiguar ni los más ilustres llevadores de almas. Jacobino, que no es de los peores, sólo pudo maliciar que el alma del Guacho se debió de haber movido cerca de las primerísimas luces del amanecer, alba tardía por las nubes que cubrían todo el espacio visible de un firmamento parejo y sin brechas. De modo que tampoco el dato de la aurora es muy preciso.
            Jacobino reavivó el fuego y caminó muy despacio hacia la tumba. Audazmente acogotó la bolsa con rapidez, como a un gallo suelto, y la ató con alambre fino, de quinchar.
            La bolsa pesaba, y no por las flores de cardo y el nomeolvides…
            Ya nada le impediría a Jacobino Almarza regresar con ella en la mochila al distrito de Jacinta, departamento de Gualeguay, donde aguardaban su vuelta.


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De El llevador de almas y otros cuentos, en Manauta, Juan José, Cuentos completos, 1ª ed., EDUNER. Paraná:2006 pp. 437-441

Existe online una adaptación radial del relato que, si bien se encuentra producida de buena manera, deja de lado muchos aspectos del relato. Se puede escuchar aquí

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