jueves, 28 de marzo de 2013

Garúa / Amaro Villanueva


Pienso que era por sus ojos. Sí: seguramente por sus ojos. Unos ojos que, siendo anchos, rasgados, no alcanzaban a dar impresión de grandes, porque la piel tirante de su carita achinada parecía mantenérselos siempre entrecerrados. Dos ojos que eran dos tajos horizontales en cuyo fondo brincaba, renegrida, la luz filosa de su mirada.
El gaucho Villagra –así le llamamos sus amigos- hablaba despaciosamente, como si anduviera parando rodeo a los recuerdos dispersos en la soleada y lejana pampa de la infancia. Después de un trago que era un cielo, prosiguió:
-Lo demás, indudablemente, fué cosa de la intencionada gracia popular, que sintetizó en una sola palabra su particularidad fisonómica: Garúa. ¿Se dan cuenta?... Porque aquellos ojos, en efecto, daban a su rostro la expresión característica de quien mira enfrentando la llovizna, con la garúa de cara. De modo que, en Gualeguay, todo el mundo lo conocía por el apodo: Garúa. A tal punto, que ya no recuerdo si alguna vez supe su nombre ni su apellido… Tendría alrededor de doce o trece años cuando cayó a lo de Sanguinetti, de peoncito para los mandados.
-¿A lo de Sanguinetti? –intervino Víctor Lazcano-. ¿A lo de don José María?
-Sí, a lo de don José María –asintió el Gaucho.
-Lo recuerdo muy bien –siguió hablando Lazcano-. Era dueño de una de las joyerías más importantes de Gualeguay. Y la más céntrica, porque supo estar muchos años en la calle San Antonio, esquina Maipú, a una cuadra de la Plaza Constitución. ¿No es cierto?
-La misma –confirmó Villagra-. Yo vivía a media cuadra, sobre calle Maipú, cruzando la San Antonio.
-La joyería de Sanguinetti… Ocupaba un local de propiedad de las Antola, con una ochava grande en la esquina –agregó Lazcano- y una gran puerta en la ochava, con dos o tres escalones de mármol.
-Exacto –dijo Villagra-. Y, un día, en uno de esos escalones, apareció sentado Garúa, cuidando el negocio, mientras el dueño hacía su acostumbrada siestita de una hora. En esa guardia de la siesta, Garúa vino a reemplazarlo a Alfredo, el menor de los hijos varones de don José María, con el que éramos carne y uña. Lo que se llama una yunta brava. Y es claro que en seguida hicimos del flamante peoncito, más o menos de nuestra misma edad, un compañero que resultó macanudo para lo que fuera. Pero ni sospechábamos de lo que era capaz Garúa, siendo nosotros unos verdaderos demonios.
-Me acuerdo, sí, que voy y Alfredo llegaron a tener fama por lo traviesos –acotó Pichuco Barroetaveña, que también era de la rueda y que no había sido menos buena peseta…
Nos habíamos encontrado, después de muchos años, en pleno corazón de Buenos Aires, con motivo de un recital organizado por la Casa de los Entrerrianos en celebración de la Semana de Gualeguay, el 22 de noviembre de 1956. El acto había tenido lugar en la sede del Club Amigos del Teatro, en calle Callao, casi esquina Corrientes. A su término, unos cuantos gualeguayenses hicimos rueda, a falta del fogón campesino, en el bar del citado club. Villagra siguió hablando:
-Bueno: la cosa es que Garúa se nos hizo indispensable durante las horas en que podíamos disponer de su escasa libertad y cuando no teníamos otras oportunidades en que aplicar nuestra desatada iniciativa de gurises. Pero había algo curioso en aquella amistad con Garúa: aunque lo estimábamos y hasta lo queríamos, no lo considerábamos nuestro igual, ni por lejos. Lo dejábamos de lado cuando se nos antojaba. Lo retábamos a cada rato. Hasta, ¡imagínense!, lo amenazábamos con sopapearlo. En una palabra: lo teníamos en menos. Era algo curiosos, porque Garúa tampoco nos echaba en cara, jamás, nuestra soberbia, nuestra ingratitud. Y, cuando volvíamos a juntarnos con él, lo encontrábamos siempre bien dispuesto, sin el menor resentimiento. Hasta dócil y afectuoso. Así que ni suponíamos, como dije, de lo que era capaz aquel bicho…
-Más capaz que ustedes… ¡difícil! –comentó Barroetaveña.
-Sí, yo pienso que la causa debía ser esa, precisamente: estábamos engreídos con nuestra fama de muchachos traviesos… Si no ¿por qué otra razón íbamos a tenerlo en menos? Figúrense ustedes: ya había quedado bastante atrás la fecha del Centenario y el radicalismo avanzaba, en todo el país, con su incontenible fuerza popular, hacia la conquista del poder. Era un sentimiento que arrastraba a toda la juventud con su impulso igualitario. Además, ya ondeaba también la bandera roja del socialismo, con su doctrina de justicia social. Los nombres de Justos, Palacios y Del Valle Iberlucea corrían sigilosamente en las conversaciones de sobremesa y calentaban las tertulias en voz alta de los cafés. En la escuela de aplicación, cuyo último grado cursábamos, así como en la Normal, de la que estábamos a solo un paso, los maestros y profesores eran radicales en su gran mayoría, sin que faltara algún simpatizante del socialismo. Y esas ideas, como es lógico, influían en el ambiente. A parte de que, en las clases de moral e instrucción cívica se nos instruía sobre los principios elementales de la democracia: libertad, igualdad, fraternidad… Pero ya les digo: lo curioso, para mí, es que, en la práctica, tales ideas no pasaban de abstracciones, pues cuando nos reuníamos con Garúa, que era nuestro compañero de tantas horas y un amigo a toda prueba, nunca los consideramos ni lo sentimos nuestro igual.
-No es nada curioso –arguyo Lazcano-. Eso te demuestra que la escuela no es todo… También, que los partidos no modifican la estructura social por simple acto de presencia. Y además, a lo mejor, que las ideas sobre la democracia no estaban muy claras tampoco en la conciencia de los maestros y profesores. Como lo están, todavía hoy, en mucha gente que dicta cátedra de democracia en cualquier escalón de nuestra sociedad, desde presidente abajo…
-Francamente –asintió Julio Legna-. Todavía se habla de libertad y de otros postulados democráticos, así, en abstracto. Porque no hemos avanzado mucho, a ese respecto, en el país.
-Claro: Es lo que pienso a veces –prosiguió Villagra-. Eso es lo que quiero decir cuando recalco, como curioso, ese sentimiento nuestro de superioridad con respecto a Garúa, ese desdén con que lo tratábamos, en ciertas ocasiones, sin ninguna razón, de nuestra parte, según van a ver ustedes.
Él en cambio, como les dije, nunca nos reprochaba nuestra conducta y siempre se alegraba de nuestra compañía. Su amistad era sana, limpia, fresca, sin estudio de moral, instrucción cívica ni democracia. Garúa era el pueblo mismo, la fuente del derecho, la razón y la justicia…
El Gaucho liquidó su vaso de un trago y continúo:
-Yo no sé si ustedes recuerdan que el viejo Sanguinetti fué durante varios años, tesorero de la comisión directiva del Hipódromo de Gualeguay. Bueno: algunos domingos, que eran los días de carreras, nos permitía que lo acompañáramos, al hipódromo, como premio a nuestra conducta. Alfredo y yo les llevábamos los valijones, en donde iban, apretados, los montones de talonarios de entradas y boletos, así como los fajos de billetes para dar cambio en las boleterías. Con esa excusa, nos colábamos en aquel masculino templo al aire libre. El caso fué que, un domingo, Garúa nos pidió que lo lleváramos al hipódromo. Y don José María, que era un hombre extremadamente bondadoso, nos dio su licencia. Esa vuelta, pues, entramos los tres a la cola del tesorero. Mientras llegaba la hora de las carreras, aprovechábamos el descampado para hacer una sección de visteo, pues Garúa nos venía enseñando a vistear. Nos armamos de unos taleritos fabricados a cortaplumas y empezamos a despuntar el vicio… En eso, uno de los agentes de policía que hacia guardia en el hipódromo, al vernos visteando se nos vino como cascotazo:
-¡A ver si sueltan esos palos, mocositos de… maula! –nos retó. Después dirigiéndose a Garúa, agregó:
-Y vos márchate de acá, y el que tiene qu’este lugar no es para los cursientos…
-Yo ando con ellos –contestó Garúa, humildemente, señalándonos con su garrotito.
-Sí: es compañero nuestro –confirmamos nosotros-.
Estábamos jugando…
-¡Aquí no hay compañero que valga! –exclamó el milico enojado; pero, admitiendo privilegios agregó:
-Ustedes dos se me van enseguidita pa la tesorería. Y vos, miercole, te marchas prontito a tu casa, si no querés que te saque a chirlo limpio.
-El hombre, para intimidarnos -siguió diciendo el Gaucho –desenvainó el machete, mientras se nos acercaba. Alfredo y yo, asustados, hicimos mención de marcharnos, dejándolo solo a nuestro compañero. Garúa ni se movió. Parecía anonadado. No sé si fue lo que dejábamos en la estacada o ante la injusticia con que el milico nos diferenciaba de él, nos separaba de él. Lo cierto es que, cuando el policía, siguiendo su plan de intimidación, se le acercó y le amagó, medio desganadamente, un chirlo de plano con el machete, Garúa, rapidísimo, con su garrotito, le asestó tal golpe en la muñeca, que le hizo soltar el arma. Sobre el golpe, como luz, se apoderó del machete y enfrentó al policía desarmado. Enseguida se descolgó todo el milicaje. Y un sargento, pelando el corvo le ordenó enérgicamente al gurí:
-¡Soltá es’arma, mocosito’e miércoles!...si no querés que te arrime la ropa’lcuero.
Con un julepe bárbaro, corrimos hacia la Tesorería.
Alfredo gritaba:
-¡Papá! ¡Papá! ¡Lo matan a Garúa! ¡La policía lo v’amatar!
Cuando volvimos, corriendo atrás de don José María, el cuadro no podía ser más extraordinario: Garúa, enardecido, esgrimiendo varonilmente el machete conquistado al enemigo, enfrentaba al sargento, jadeando pero sin recular  ni un tranco de pollo. El sargento, que procuraba desarmarlo sin herirlo, ya se iba calentando ante la testarudez, la hombría y la habilidad del gurí, que ponía en ridículo a la autoridad delante del público. Porque se había juntado mucha gente, que quería intervenir en defensa de Garúa y era contenido por los vigilantes. Al ver aquel singular espectáculo ofrecido por su peoncito, don José María gritó:
-¡Pero, hijo!... ¿Qué estás haciendo, Garúa?
Garúa, ya cansado, sudando y con voz entrecortada, que parecía próxima al llanto, contestó, sin desatender al sargento ni descuidar su guardia:
-¡Son ellos, señor!... Me querían echar…Yo no hice nada…
-Bueno: sosegate y dame ese machete, hijo…
-¡Ah, no!... Al machete no se lo entrego a naides –decía Garúa, moqueando, ya muy sofocado-. De no, estos piqueteanos me van a’garrar y me van a golpiar…
Y seguía blandiendo el arma policial, como un vengador popular, la carita achinada y los ojos como relámpagos.
Por fin el viejo Sanguinetti pudo hacerse escuchar del gurí, cuando contuvo a los policías, diciéndoles:
-Ustedes, váyanse. Dejen a este chiquilín, que ha venido conmigo y del cual me responsabilizo. Yo lo desarmaré.
El piquete policial se retiró, con desgano, pero aprovechando la coyuntura y la aliviada: porque a Garúa no lo hubieran desarmado sin herirlo y ya iba resultando difícil contener a la gente, que estaba toda de parte del gurí.
Sólo entonces don José María pudo devolver  a la autoridad el machete perdido. Después, nos mandó con Garúa, en un coche, a nuestras casa…
-Así supimos quién era nuestro compañero y empezamos a respetarlo –concluyó el gaucho Villagra-. El nos abrazaba, contento de estar con nosotros, ¡pobrecito!... como si nada hubiera hecho. Como si no acabara de darnos, con su hombrada, parándole el carro a la injusticia, una lección de moral e instrucción cívica que nuestros maestros no habrían sido capaces de darnos. Una lección pública de democracia, si la hubieran sabido apreciar, en su sentido más amplio, todos los concurrentes al hipódromo, y los mismos milicos –o piqueteanos, como los llamaba Garúa- que eran de su misma extracción social pero enrolados al servicio de la injusticia y del privilegio.



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En La mano y otros cuentos. Editorial de Entre Ríos. Colección Homenajes. Paraná:1994

En la foto, el hipodromo de Gualeguay.

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